La crisis continúa. Ya han transcurrido casi cuatro años desde el colapso de Lehman Brothers, que sumió al mundo en una catástrofe económica, y más de cinco desde que comenzaron los primeros sobresaltos de los impagos de las hipotecas subprime, los famosos préstamos a familias que, a todas luces, carecían de medios para pagarlos. Y aún sentimos plenamente los efectos de la recesión. En la mayoría de los países capitalistas avanzados, la producción sigue a un nivel inferior al de antes de la crisis. Y eso sin contar con que la reabsorción del desempleo es un espejismo que no se hace realidad. No estamos cerca del final del túnel.
El libro La Crisis de Treinta Años pretende ser un análisis de los fundamentos de la crisis actual. Estamos frente a una depresión estructural y no ante la enésima vicisitud de una economía global que evoluciona de manera cíclica. Es lo que han intentado mostrar las páginas precedentes.
Al principio, cuando se hizo evidente que no escaparíamos a una gran contracción internacional, los responsables políticos juraban por su honor en los medios de comunicación que habían aprendido la lección de 30 años y que la población no seguiría la misma suerte que en aquel entonces, que no sufriría el desempleo y la miseria. Pero, ¿qué comprendieron realmente del crac de 1929? ¿Los preceptos de Keynes que exponen la necesidad de estimular la demanda mediante la inversión pública? Podemos dudarlo.
A menudo se olvida – lo que no es el caso de las autoridades, especialmente de las monetarias - que Milton Friedman también planteó su explicación de la recesión de los años 30. Sus argumentos están a la altura de su filosofía ultra-liberal y anti-estatista. A su modo de ver la Gran Depresión fue causada principalmente por errores en la política monetaria de EE.UU. En aquel entonces el sistema del banco central, la Reserva Federal, no estaba tan desarrollado como a día de hoy. Faltaba unidad en la toma de decisiones. Según Friedman, al comienzo de la crisis habría sido necesario inyectar liquidez y amainar la restricción mediante una bajada en las tasas de interés. Y aunque se llegó a realizar, se hizo muy lentamente y demasiado tarde. Acto seguido, según sus palabras, habría sido necesario limitar el crédito, cuando las tasas rectoras eran demasiado bajas. Por último, en 1931, cuando los bancos se vieron afectados y al estaban borde de una bancarrota en cadena, la Reserva Federal - comúnmente llamada la Fed - debería haber vuelto a inundar el mercado con divisas, mientras que mantuvo una orientación más restrictiva.
El resultado fue una política a contra-corriente y errática, debido al desconocimiento a que los responsables desconocían los problemas económicos fundamentales. Esto habría convertido una simple alteración coyuntural en una depresión profunda y prolongada. Este análisis se apoya claramente en los principios de base de Friedman y de su escuela: las menores intervenciones posibles del gobierno, libertad completa para el mercado y sus jugadores y una política monetaria que respete lo más posible esta filosofía.
Alan Greenspan, ¿no es acusado ahora, no sin razón, de que con sus iniciativas monetarias simplemente aplazó el cataclismo mediante la creación de burbujas financieras cada vez más grandes que acabaron siendo inmanejables?
A los ojos de los líderes políticos, estas "evidencias" eran las que imponían. Los dos últimos presidentes del banco central de EE.UU. son discípulos o admiradores de Milton Friedman, tanto Alan Greenspan como Ben Bernanke. Al llegar a la dirección de la Reserva Federal en 1987, el primero se vio inmediatamente confrontado a una caída de la bolsa, más terrible en términos de caída de cotizaciones que la de 1929. Así que inyectó liquidez en los mercados rápidamente y de manera masiva y la recesión no tuvo lugar. En su autobiografía, explica que aprendió que era lo conveniente en caso de problemas económicos. Desde entonces se convierte en su sello identificativo, hoy fuertemente denigrado. Pero de esta manera sobrepasó las dificultades de 1990-1991, la crisis mexicana de 1995, la de Asia oriental en 1997-1998 y finalmente la caída del NASDAQ, un mercado enteramente dedicado a empresas de nuevas tecnologías (informática, telemática, biotecnología, nuevos materiales, nuevas energías...).
Ben Bernanke le sucede en el año 2003. Acabaría adoptando la misma estrategia. Por eso las tasas rectoras de la Fed permanecieron a un nivel históricamente bajo, del 0%. Esto llevó a que otros bancos centrales también disminuyesen las tasas. El Banco Central Europeo las fijó en cerca del 1%. Y lo mismo sucedió en Gran Bretaña o Japón.
Es fácil de comprender cómo esta política alcanza rápidamente sus límites. Los cuatro años de tasas especialmente bajas y por lo tanto de "crédito fácil", no impidieron que la economía mundial entrase en recesión y que se mantuviese en ella. El Banco Central de Japón también siguió esta política desde principios de los años 90 para hacer frente a un drástico viraje en el archipiélago, que pasó de un crecimiento fenomenal tras la Guerra de Corea a la anemia casi total a partir de entonces. Una política sin ningún efecto real, porque no ataca a las causas responsables de la crisis. Alan Greenspan, ¿no es acusado ahora, no sin razón, de que con sus iniciativas monetarias simplemente aplazó el cataclismo mediante la creación de burbujas financieras cada vez más grandes que acabaron siendo inmanejables?
Pero, ¿qué pasa con las personas sin hogar de los años 30, con las que se quedaron sin un céntimo, en la pobreza más absoluta? ¿Los políticos ya no tienen miedo de una situación semejante? ¿Las marchas contra el hambre ya no tienen sentido?
Es un hecho que en los países capitalistas avanzados, dos mecanismos que se desarrollaron muy ampliamente desde 1929 contribuyeron a disminuir las consecuencias directas de la crisis económica: la protección social que garantiza un mínimo de subsistencia a quienes se expulsa del circuito laboral y unas empresas públicas que ofrecen puestos de trabajo no sujetos directamente a los vaivenes de la economía. Las revueltas contra el hambre se produjeron, pero en las regiones del Tercer Mundo, donde estos mecanismos están ausentes.
Desafortunadamente, estos sistemas están siendo atacados desde hace veinte años, especialmente en la Unión Europea. En nombre de la competitividad, la patronal europea han identificado a los "costes laborales" como un importante problema para lograr la acumulación de capital deseada y para vender en el gran mercado interior y en el exterior. Pero estos famosos costes no están constituidos exclusivamente por el "salario que nos embolsamos" (salario directo), también incluyen las contribuciones a la seguridad social y la retención de impuestos (ingresos indirectos). Estos últimos dos se encuentran en el punto de mira de los patrones. Son una parte integral de lo que recibe realmente el trabajador, aunque en forma de su contribución a la solidaridad con aquellos que están temporal o permanentemente sin trabajo y en forma de su parte de impuestos que permiten financiar a los servicios públicos en general.
De manera que los empresarios contemplaban dos objetivos. En primer lugar, pagar menos a los empleados y embolsarse la diferencia. O, eventualmente, bajar los precios de venta para aumentar su cuota de mercado en el extranjero, lo que generalmente conlleva mayores ganancias. A continuación trataron de romper los mecanismos de solidaridad entre activos e inactivos, especialmente con los desempleados. De hecho, según la patronal europea, los primeros no verían ninguna retención en su nómina. Pero como contrapartida se deberían reducir esos gastos sociales de los poderes públicos.
Así mismo, era imprescindible privatizar la mayor parte de las actividades de carácter económico del Estado, ya que no tiene vocación para dirigir empresas (aunque lo haya hecho durante décadas con cierto éxito). Y, ya que estamos por reducir los impuestos, incluidos los de los trabajadores, venía de perlas: ya no había necesidad de seguir financiando a ciertas empresas públicas con déficit estructural. Pero, curiosamente… las autoridades venden las empresas más rentables y se quedan con las que nadie quiere, y que, o bien se continúan subsidiando o se cierran.
Esta estrategia se concretó y se puso en marcha en el proceso de Lisboa, logrado en la cumbre europea de marzo de 2000 en la capital portuguesa (ver a este respecto el apartado 5.4.). A partir de ese momento, los líderes europeos están cada vez más preocupados por la competitividad de las empresas, por asegurarles una fuerza de trabajo empleable, por forzar al "inactivo" a que acepte casi cualquier trabajo, por desarrollar y promover el empleo precario, a tiempo parcial, temporal, estacional, a jornada partida...
Con la crisis, la patronal se dijo que era el momento oportuno para impulsar la lógica un paso más allá y proponer la reducción de algunos salarios. De modo que está en el punto de mira la incorporación automática de la inflación a los salarios de los trabajadores de Bélgica y Luxemburgo, los últimos países que mantienen de manera oficial la protección frente al aumento de la carestía de la vida. Pero, aún más: los países que están sufriendo presiones financieras directas, como los del sur de Europa, son estimulados a bajar - en ocasiones de forma muy sustancial - los sueldos del personal.
En este contexto, España puede servir de ejemplo. A menudo se estigmatiza únicamente a Grecia. Pero la situación ibérica no es mucho más favorable. La diferencia es que Madrid sí puede presumir plenamente de haber respetado las normas de la Unión Europea antes de 2008. Pero, aún así, la nación está en el ojo del huracán.
A inicios de los años 90, el país fue acusado de tener una tasa de desempleo particularmente elevada: superior al 20% en 1994, el nivel más alto de Europa Occidental. Los esfuerzos para superar esta situación fueron importantes. La producción automotriz aumentó de 2 millones de vehículos por año en 1990 a 3 millones en el año 2000. La fabricación de acero bruto aumentó de 12 millones de toneladas en 1992 a 16,5 millones en 2001. Resultado: la tasa de desempleo cae al 10,4% en 2001.
Pero con la adhesión de los países del este a la Unión Europea la situación cambia por completo. Las multinacionales comenzaron a privilegiar estos nuevos territorios. Las fábricas de ensamblaje se instalan en Polonia, en la República Checa, en Eslovaquia, y ya no lo hacen en la península ibérica. Se reduce gradualmente la producción de automóviles y con ello la realización de los cerca de 10.000 componentes presentes en un solo coche: 2,5 millones de vehículos en 2008.
Para continuar con el crecimiento, hace falta otro motor, otras fuentes de estímulo. El sector turístico y la industria de la construcción serán las que tiren de la economía. Las costas del Mediterráneo se dotan de modernas instalaciones hoteleras y atraerán a la población laboriosa que se harán construir sus futuras residencias. El sector inmobiliario saca tajada, al igual que las cajas de ahorro ofreciendo préstamos hipotecarios. Incluso la industria del acero sale beneficiada, pues a pesar de la reducción de automóviles, el desarrollo inmobiliario impulsa la producción de acero bruto hasta los 19 millones de toneladas en 2007.
Todo marcha viento en popa. Durante estos primeros años del nuevo milenio, España crea 5 millones de puestos de trabajo. Aumentó la fuerza de trabajo en un tercio. La tasa de desempleo baja a cerca del 8%. El nivel de deuda pública se sitúa en el 36% del PIB, lejos del 60% indicado por la Comisión Europea en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento como el umbral a no traspasar. El país logra excedente presupuestario: alrededor del 2% en 2006 y 2007. Exceptuando a Irlanda, es el alumno más aventajado a la hora de seguir las recomendaciones europeas. Sin duda alguna, estamos ante un modelo.
¿Cómo pudo transformarse de repente en pesadilla? No intentemos buscar las explicaciones en las autoridades de la UE: no las tienen. Prefieren arremeter contra Grecia, contra Italia en ocasiones, porque no respetaban escrupulosamente todas las reglas europeas.
En la presentación de la encuesta anual sobre crecimiento, a principios de 2011, escriben: "Si bien la UE sigue siendo un área con buena salud, su crecimiento económico fue débil durante la última década según los estándares internacionales, debido a las deficiencias estructurales constatadas antes de la crisis. Durante los buenos años que la precedieron, varios Estados miembros se desviaron de los principios básicos en la buena gestión de una política fiscal prudente y los desequilibrios macroeconómicos siguieron avanzando." En otras palabras, Madrid ya había pecado antes del inicio de la recesión y, actualmente, el país estaría sufriendo las consecuencias.
Es completamente falso. Como hemos señalado anteriormente, España fue un muy buen alumno. Lo que sucede es que en ningún sitio estaba contraindicado impulsar el crecimiento a base de dopar la economía, es decir, a base de crédito. Pero al contrario una vez más de las afirmaciones de las autoridades europeas, no fue el gobierno quien abusó de "la generosidad de los bancos", si no los hogares y las empresas, es decir, lo privado.
Entre 2001 y 2008, las familias españolas aumentaron cada año su nivel de endeudamiento una media del 15,8%. Las empresas lo aumentaron en un 17% anual. Frente a esto, podríamos comparar a las administraciones públicas con prudentes ardillitas, ya que el aumento de la deuda pública sólo ascendió al 2,1% anual. Como resultado, la deuda de los hogares que no llegaba ni al 32% del PIB en 1996 explotó al 84% en 2008. Y la de las empresas privadas aumentó del 40% al 120% durante el mismo período.
Además, los detalles de la balanza comercial indican que el país produjo proporcionalmente cada vez menos productos manufacturados. En 1996, este déficit no sobrepasaba los 11 mil millones de euros. En el año 2007 fue de 100 mil millones, 25 mil millones tan sólo con Alemania.
Cuando la crisis subprime estalla de verdad en septiembre de 2008, con el colapso del banco de inversión Lehman Brothers, el artificio español se derrumba también. Los precios de las viviendas dejan de aumentar. Los bancos comienzan a exigir el reembolso de los créditos. El sector de la construcción y el inmobiliario caen abruptamente. La producción de acero bruto desciende en 2009 a 14,4 millones de toneladas, la de vehículos a poco más de dos millones. Las bancarrotas se multiplican. La tasa de desempleo, que se había reducido de una manera ejemplar, parte en una vertiginosa espiral ascendente: 23,3% en enero de 2012. ¡Récord europeo! Algunas ciudades que estaban a punto de surgir para dar cabida a los millones de turistas que iban a aportar divisas e ingresos al país siguen desesperadamente desiertas, como en un pésimo western. No hay motor de recambio.
Esta combinación precipitará las finanzas públicas de España a un pozo sin fondo y al punto de mira de la Comisión Europea. Entre 2007 y 2010, el déficit alcanzó 264.000 millones de euros. A título de comparación los tres años precedentes logró un superávit de 55.000 millones. En esta degradación, cerca de un tercio corresponde a el mantenimiento de los gastos del estado (pago de salarios, suministros, etc.), el 27% proviene de la reducción de ingresos fiscales y casi el 16% de un aumento de pagos de prestaciones sociales.
las restricciones para reducir el déficit público afectan a la actividad económica, la disminución de los ingresos anemiza aún más la demanda; de modo que por un lado, el PIB tiende a disminuir, y, por el mismo motivo, los ingresos se reducen.
En realidad, nada extraordinario en una situación de crisis: el debilitamiento de la actividad implica el de los ingresos y por lo tanto reduce la contribución de los impuestos; las quiebras, los parones en la construcción conllevan un aumento del desempleo y por lo tanto, un deterioro en las cuentas de la seguridad social; y, por último, los poderes públicos, que no están directamente afectados por la crisis económica, siguen con sus gastos al mismo ritmo.
Pero estas consideraciones no inmutan a las autoridades europeas y al gobierno alemán, que guía el camino en este área. A pesar de los excedentes de años anteriores, ahora España tiene déficit: un 4,5% del PIB en 2008, un 11,2% en 2009, un 9,3% en 2010 y todavía un 6,7% en 2011. Lejos del 3% como máximo permitido por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento. En consecuencia, la deuda pública asciende a finales de 2011 a cerca del 70% del PIB.
Siguiendo las disposiciones europeas, Madrid debe seguir un procedimiento de déficit excesivo, es decir, a un programa de monitorización por parte de la comunidad europea de la velocidad con la que el país deberá volver a entrar en el límite presupuestario: 3% del PIB como déficit máximo y una reducción de la deuda pública a menos del 60% del PIB. El objetivo es lograrlo en el 2013. De ahí los sucesivos planes de austeridad iniciados por el gobierno socialdemócrata de José Luis Rodríguez Zapatero, y continuados en la misma dirección por el conservador Mariano Rajoy: elevar la edad de jubilación a los 67 años, pensiones más bajas, reducción de los salarios de los funcionarios, disminución de la contratación en la función pública, eliminación de diversas subvenciones...
Este tratamiento de choque, que también conocen otros 23 Estados miembro - de 27- que vieron cómo patinaban sus finanzas públicas con la crisis, es más importante y más masivo en los países más afectados, es decir, en Europa del Sur e Irlanda. El efecto es totalmente paradójico: las restricciones para reducir el déficit público afectan a la actividad económica, la disminución de los ingresos anemiza más aún la demanda; de esta manera, por un lado, el PIB tiende a disminuir, y, por el mismo motivo, los ingresos se reducen. El déficit no sólo no desaparece, si no que el país entra en una espiral deflacionaria extremadamente preocupante. ¡Exactamente igual que en los años 30!
Las estimaciones de "crecimiento" para el año 2012 de las autoridades europeas son estremecedoras: una disminución media en la zona del euro de un 0,3%, con picos de 4,4% para Grecia, 3,3% para Portugal, 1,3% para Italia y el 1% para España. ¿Cómo podrán sobreponerse estos países si el PIB continúa contrayéndose? La Unión Europea, que tanto se jacta de su "modelo social" en el extranjero, está destruyéndolo poco a poco.
Europa está viviendo una situación semejante a la experimentada por los países de América Latina en los años 80, con la imposibilidad de pago de la deuda externa por parte de algunos y las medidas correctivas impuestas por el FMI. Con la diferencia de que aquí, aunque la institución internacional está involucrada, quien exige el estricto cumplimiento de las normas es la Comisión Europea, presionada por el gobierno alemán.
Hay que recordar que estos años fueron considerados como la década perdida en América del Sur. Sin crecimiento, con un desempleo enorme, con un empobrecimiento generalizado de las poblaciones, dictaduras militares, una represión policial particularmente brutal... ¿Correremos la misma suerte en Europa?
Toda crisis plantea la cuestión de la sociedad en que se vive. Demuestra que el capitalismo ya no es capaz de proporcionar los logros de los que se vanagloriaba: el crecimiento económico y social, el progreso técnico, la mejora de las condiciones de vida, el desarrollo de la cultura y la salud, el aumento de la esperanza de vida... Muy al contrario, aparece en su forma más brutal y cínica: se protegen los beneficios empresariales mientras se sacrifica a trabajadores y a quienes perciben subsidios, que representan la gran mayoría, se imponen normas más allá de las formas más elementales de la democracia, se vuelve a las maneras propias de las horas oscuras de la civilización occidental, el colonialismo, el fascismo, las guerras mundiales...
La recesión actual socava la sociedad en su conjunto, incluyendo sus fundamentos políticos e ideológicos. Los ultra liberales ¿ seguirán afirmando que el mercado es el mejor sistema económico y que se le debe dejar actuar sin intervención pública? Los socialdemócratas ¿todavía podrán sumarse al desmantelamiento de los instrumentos de protección social, haciéndose pasar por su defensores? Vemos cada vez más grietas en estos discursos que se mantienen desde hace treinta años. Una proporción creciente de la población los rechaza de manera real, como muestran las manifestaciones sindicales y de otros movimientos en contra de las medidas de austeridad implementadas por gobiernos de "derechas" o de "izquierdas".
Pero nosotros no somos los únicos en beneficiarnos. La extrema derecha, el movimiento nacionalista de derechas, el populismo también se aprovechan de este clima político tenso para difundir su propaganda de odio hacia el extranjero, hacia el prójimo. Para ellos, los responsables, quienes se benefician de la crisis son el inmigrante, el que no ha nacido en el país, quien tiene un color de piel diferente, otras costumbres religiosas, familiares, otra comida... En ocasiones es el país exterior: es el alemán para el europeo del sur o los perezosos griegos para las naciones del norte.
El libro formula acusaciones. Pero se centra en aquellos que realmente tienen el poder de decidir: los jefes de las grandes empresas industriales y financieras, sus accionistas principales y los gobernantes. Forman una élite, una clase que se ha aprovechado de años de lento crecimiento desde el 1980 para enriquecerse enormemente. Fue la que primero sufrió las consecuencias de la crisis actual, con el desplome del mercado bursátil e inmobiliario. Pero quiere hacer recaer el peso de la recuperación de los beneficios sobre las poblaciones, ya sean americanas, europeas, alemanas, griegas, italianas, portuguesas, españolas o belgas.
La recesión revive de manera mucho más obvia la guerra de clases, que algunos habían enterrado definitivamente, sin duda demasiado pronto. Es evidente que hay dos maneras de resolver este período: a favor de la élite que nos ha puesto en peligro o en función de las necesidades de una población mundial, que, visto de manera global, aún no tiene acceso a la comida, la vivienda, el agua, la electricidad... a pesar de las montañas de riqueza producida. Este libro fue escrito con el objetivo de contribuir a que no sea la clase dominante quien saque tajada y de que, en última instancia, su poder sea desafiado. Incluso si se ajusta a criterios científicos y por lo tanto, a la descripción analítica de situaciones complejas, también es una obra militante y, en ese contexto, trata de ser comprensible para el mayor número posible de gente.
Henri Houben
Escrito el 26 de marzo de 2012